En un recorrido turístico por el Canal de Beagle, un barco se pasea por zonas en las que es posible el avistaje de diferentes poblaciones de lobos marinos, cormoranes y pingüinos. Durante el trayecto, el barco se acerca a una pequeña isla de piedra con cientos de aves típicas de la zona. En cuando logra la cercanía justa para tener un buen panorama, un olor penetrante transforma el aire. La vista es digna y el impulso turístico amerita estar en la cubierta tratando de captar el evento con fotografías. El contexto es tan bello como hostil. Si se tiene en cuenta que el espacio es estrecho y el viento es frío, se agrega además el intolerable olor. Entre gestos disimulados y miradas cómplices, toda la tripulación intenta respirar entrecortado, taparse la nariz con manos y bufandas o hacer comentarios en voz alta para compartir el malestar, como si la palabra fuese un antídoto. Entre los comentarios, alguien dice, mientras registra el bello paisaje con su cámara: a mí no me importa el olor, total no sale en la foto. El comentario hecho al pasar, aunque hablado por los mandamientos del turismo, propone una sentencia sobre la teoría de las imágenes y la forma en que participan de la realidad. La afirmación señala un lugar entre las imágenes y las cosas, pero también abre una consideración sobre el paseo y lo que se adhiere de él en la producción de imágenes. Sobre estas dos posiciones comenzamos a caminar en la obra de Mimi Laquidara. Porque efectivamente su trabajo se formula desde el viaje, aunque sin las directivas del turismo, moviéndose de un lugar a otro, paseando y caminando. (De hecho, su primera muestra recogía imágenes de un viaje al noroeste argentino en una exquisita síntesis realizada en el rudimentario programa de dibujo digital Paint). No importa si las distancias son cortas, en las cercanías del barrio o un viaje al otro lado de océano, su trabajo contiene, a la vez, detenimiento y caminatas, tiempo en reposo y viajes. En cierto modo la caminata es un modo de instalarse en el mundo, escribe Sergio Chejfec. Aunque parezca paradójico, el impulso de moverse y registrar aquello que se mira, en apariencia, fugazmente, es en realidad una manera de establecerse. Los dibujos agrupados en esta exposición son una minúscula parte de la gran cantidad de objetos que día tras día, lugar tras lugar, ha realizado en los últimos años. Aquí se da una relación doble y vincular de fijación (el dibujo) y movimiento (caminar, viajar). Mientras el dibujo se relaciona con un hábito sedentario y un estado de detenimiento y quietud, las cosas que la artista retrata no están ancladas a un lugar como la arquitectura o los elementos del paisaje. El dibujo es un pronunciamiento sobre el lugar. Pero ese pronunciamiento no se realiza a través de la representación del paisaje o la casa donde reside, sino con los objetos que lo componen. Las cosas aquí agrupadas están designadas por la superficie en la que circulan: el plano horizontal, y también por algún tipo de uso destinado, mayoritariamente, a la mano. Son objetos, aunque inanimados, que pueden trasladarse, usarse y manipularse. En cada imagen se explora el dibujo a través de la descripción como ejercicio diferencial de la explicación y la interpretación. Esto produce una atención a los rasgos característicos y pertinentes a la vista, o mejor, al primer golpe de vista. Postulada muchas veces como un mero ejercicio en la secuencia narrativa, la descripción como práctica del dibujo está más próximo a un ready-made. Sobre papel blanco con estilógrafo negro, el dibujo se fija a contornos precisos, a una vista frontal y sin espacialidad. En esa economía se despliega el dibujo. En consecuencia, podría caerse en la confusión sobre lo que se describe, correr el riesgo de confundir el producto con su representación en el dibujo. Por esto, decir que el dibujo representa un conjunto de fósforos quemados sería suficiente. Pero lo que motiva la atención es la manera en que ciertos recursos del lenguaje visual (que a su vez están reducidos a líneas finas y una manera específica de hacer los planos negros) son articulados para representar-retratar las cosas. Ese alejamiento nos acerca a un procedimiento de descripción que tiene menos que ver con la materialidad, el peso, el color y más con los recursos gráficos que se utilizaron para reconstruir aquellas características. Estas operaciones reubican a los dibujos en un gran museo de imágenes que se dirige a una figura tímida y modesta que dio forma, junto con el flâneur, a una manera de andar y deambular. El amante de estampas figurado por Honoré Daumier en varios óleos representa a un personaje apenas agachado curioseando una carpeta de imágenes en un entorno atestado de litografías colgadas en las paredes. Pero al amante de estampas no le interesa ver imágenes frontalmente, sino mirar de manera oblicua, mirar aquello que está en reposo y sobre la horizontal. Como quien busca, pesquisa e indaga sin saber qué exactamente, porque en verdad nada se le ha perdió. El gesto del amante de estampas es el que aparece en las agrupaciones de dibujos de Mimi Laquidara. Proponen un gesto oblicuo entre la reverencia y el recogimiento, entre lo sacro y lo profano, entre el dibujo y la escultura. Clarisa Appendino